Este escrito está hecho en honor a Alejandro Gaviria.
Un apreciado columnista que el sábado 1ro de septiembre se despidió diciendo
“Va mi última columna”.
Esta vez, decidieron darme oficialmente el honor de
escribir una columna de opinión. Sí, tal vez será muy atrevido pero de eso se
trata. De no cometer el error de la Azcárate, escribir por escribir y olvidar
poner el dato en primera persona. Gracias a ese tipo de situaciones uno
aprende.
Descubrí mi otra gran pasión, la comunicación
política y junto con ella una temática álgida: la discriminación racial.
Sí, esa que tanto vimos en el Twitter de la atleta
griega Voula Papachristou expulsada de los Juegos Olímpicos Londres 2012, en
donde expresaba que: "Con tantos
africanos en Grecia... los mosquitos del oeste del Nilo comen por lo menos
comida casera".
Días atrás debatía en una sesión de grupo sobre
discriminación. Algunos cuestionaban al gobierno, otros al cuarto poder, otros
como yo, nos situábamos incluso en la familia. Pero sólo alguien encontró el
“clic” del asunto: la indolencia.
La problemática de la discriminación racial no
sólo radica en el rechazo físico, sino en su poder como una violencia simbólica
que data desde tan nombrado señor Cristóbal Colón.
Camilo Aguirre, un estudiante de ciencias
políticas expresaba en ese encuentro que “antes de América, Europa solo se
comparaba a sí misma. África solo era un socio al que le compraban telas o
pastas”.
Eso de ver al “otro” tan lejano a mí, parecería
absurdo en estos momentos, pero sin embargo, encontramos que como sociedad aún
tenemos el proyecto de articularnos, si bien mediante el lenguaje, también
mediante nuestros actos y sin duda mediante el reconocimiento del otro.
Una profesora de comunicación transcultural un
día me dijo: “Uno no es nada si no es reconocido por el otro”. Pero parecemos
olvidar que ese otro, puedo ser yo. Que yo puedo ser el otro de ese otro. Y
peor aún que el olvido del otro trasciende a la construcción social y nos hace
cuestionarnos si verdaderamente somos una sociedad viable.
Que en las películas siempre mueran los de piel
oscura, que no hayan protagonistas de piel oscura, que a las minorías se les
llame “minorías” son precisamente los resultados de una violencia que sin
aparecer todos los días en los medios con un nombre inventado como
“gidispolítica” u otros clichés periodísticos tiene más víctimas que la
violencia física. Además, una violencia que se ve evidenciada en el lenguaje
mismo.
Se me hace una necesidad citar una frase que sin duda
merece ser el título de esta columna, pronunciada en aquella tan nombrada
sesión por el maestro Adolfo León Maya: ”La identidad nuestra no está en la
genética, la identidad nuestra está en nuestra historia”.
Y fue ahí donde entendí que el poder por ejemplo de
Jesucristo, de esa cruz, “de dos palitos cruzados” como el maestro Maya la
llama, está en su historia. No en su tez caucásica y cabello castaño con hondas
que sin duda son descripciones físicas que dirigen a todo menos a una persona
árabe.
Porque en términos de comunicación política no hay un
mensaje que pueda mover a tantos fieles como la cruz.
En marzo de este año (2012) tuve la oportunidad de
ingresar a una organización llamada Aiesec. Durante un seminario de preparación
en Bogotá, conocí a Caíque Diniz, un brasilero de 22 años que estaba en
Colombia trabajando con la comunidad y aprendiendo en Aiesec Colombia. “Yo
aprendí a conocer personas, aprendí a conocer cosas que yo creía que eran malas
o no eran correctas. Son sencillamente
diferentes y hay que entender y hay que adaptarse. Saber que mi ciudad de 40
mil personas no es todo el mundo que existe. Esa fue la concepción que la
sociedad siempre me metió en la cabeza”, me contaba un día tras un café y un
cigarrillo.
Aiesec es sin duda, la muestra clara de una lucha
contra esa indolencia que vivimos frente a fenómenos como la discriminación
racial. Esa indolencia de la que somos víctimas porque el problema no nos
afecta directamente, no nos incumbe o simplemente no nos ha pasado.
Entonces fue ahí cuando me dí cuenta que era una
indolente. Me realicé que socialmente estaba aceptando de una u otra forma la
discriminación racial. Que desde mi yo veía normal una expresión como “minoría”
porque en el fondo siempre pensaba “No soy de la minoría” y entraba un
fresquito casi similar al de La Rosa de Guadalupe.
Entendí que no basta con que en la Constitución
Política de Colombia, en su artículo 13 se prometa igualdad sin importar la
raza o que en su artículo 1 se defina a Colombia como un país pluralista. De
nada sirve una constitución que no está legitimada en su pueblo.
Y es entonces cuando entendí esa delgada línea entre
ser malo y ser un bueno indolente.
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