Para no olvidar...

Todos los seres humanos nacemos siendo originales y únicos. Lamentablemente muchos mueren copias. A.L. - Haz lo tuyo, siempre.

jueves, 17 de marzo de 2011

Dos horas en mi Medellín


Mi ciudad, Medellín, es un paisaje único con aroma a montaña escaso de encontrar, conocerlo es fácil por la comodidad de su transporte público como el Metro. Sistema de transporte masivo que está cerca a la mayoría de centros culturales, parques y sitios de interés de la metrópolis.

Y sí, la mayoría de ‘eafitenses’ estamos metidos en unas burbujas de cristal, otras de teflón… unos más profundos que otros, vivimos en un mundo aparte del caos del centro, de su polución, de la contaminación auditiva y visual de las calles más antiguas, colmadas por miles de transeúntes de toda clase social, porque sería el colmo agregarle más a lo que nuestra propia sociedad le brinda al atestado cerebro. Avenidas rodeadas por una mayoría de personajes espléndidos que agobian la sociedad colombiana: ‘el vendedor’. Un trabajador incansable que vive en las laderas de la ciudad pero que debe viajar al centro ya que este es su vida, su entorno, su paisaje, su verdadero ‘yo’.

Dentro de las visitas que he hecho en mi vida, normalmente obligada, para conocer mi ciudad, se encuentra el Jardín Botánico, la Universidad de Antioquia, entre otros… Pero ninguno como el Centro de Medellín. Ningún lugar del mundo puede reemplazar el paseo Junín, padre, señor, amo y maestro de las tardes de miles de señoras jubiladas dedicadas a “juniniar”. ¡Ah! Es que en Carabobo no hay ‘Caminito argentino’ que valga.

Afortunadamente en varias oportunidades he visitado el centro. Comprar dos tiquetes para la ida y el regreso. Antes de pasar el tiquete en el tubo que permite la entrada, siempre se demora lo suficiente como para que el cuerpo se quede engarzado o se detenga de un golpe reaccionando así en que aún no ha terminado de “leer” el tiquete. Introducirse en el calor y los olores de un vagón que parece no funcionarle el aire acondicionado. Contar las estaciones restantes, tratando de olvidar la cercanía del cuerpo de otras personas por el poco espacio. Una voz femenina y “regañona” entona claramente lo que mi cuerpo debe hacer o no durante el recorrido, la cual se supone me debe ayudar a bajarme en la estación más acertada pero que normalmente nunca se le entiende a menos de que sean frases de respeto, “cómo y a quién donar la silla”, entre otros elementos que caracterizan a la famosa ‘cultura Metro’. Industriales, Exposiciones, Alpujarra, y finalmente: “Próxima estación San Antonio”.

Descender las escaleras de la estación y luego darse cuenta de la rara sensación que el cuerpo tiene, un entorno que le ha hecho cambiar la actitud, sólo es posible en el centro. La sensación de estar en otra ciudad, la apertura de una puerta tan original y única que su más ligera descripción alcanza a descifrar los secretos de su entorno.

Cerca a la estación Parque Berrío se encuentra el Palacio de la Cultura, sin embargo es más divertido el camino a esta gran edificación que introducirse en su estructura misma. Primero debemos pensar que cada estación del Metro tiene mínimo dos salidas, que comunican a dos calles muy diferentes y que son difíciles de manejar, más cuando el calor y el cansancio abruman.
Si existen plazas con mercancía, intercambio de dinero por bienes y servicios de todo tipo, el Parque Berrío le gana a todos. Una gran cantidad de empleos informales cubren una a una las aceras de este punto de encuentro. Un mercado de informalidad del cual viven cientos y cientos de ciudadanos, que a pesar de la poca utilidad que para muchos representa es la única solución para subsistir, aunque no para vivir. Ahí, en ese entorno, viendo a estos personajes tan colombianos, tan míos, tan tuyos, es que surge la pregunta ¿Igualdad? ¿De qué y para quiénes? De qué sirve la belleza y reorganización de un Palacio de la Cultura mientras las personas tienen tantos problemas económicos. ¿Será tal vez una llave para anexar en el llavero que va directo a los extranjeros que visitan comúnmente nuestra Medellín? O tal vez para poner en las cifras que Medellín está sufriendo una transformación cultural sin importar que la gente se muera de hambre.

Ancianos apostando, señoras vendiendo minutos, ‘chiclets’, juguetes y cualquier otra cosa que se nos venga a la mente también estaba ahí a precios del “Hueco”, a precios de “ganga”, a precios de barato. Cabezas de familia con miles de bocas detrás que deben alimentar, deudas o como ellos las llaman “culebras para pagar con el camello”.

Luego de ubicarse por medio de edificios y hoteles típicos como el Nutibara o el Coltejer, se logra ver la silueta de un edificio tan aburrido como su perfección.
El Palacio de la Cultura tiene un silencio ensordecedor, agobiante, escalofriante y a la vez aburrido. Sus miles de puertas, ventanas, pasadizos, cuartos con diferentes funciones lo hacen ser el típico museo en el que todos debemos caminar al mismo ritmo para no despertar a los muertos y sus almas.

Finalmente, después de un larguísimo recorrido de cuadros, letras, historia y bostezos subimos a la azotea, un lugar tan mítico como maravilloso, lleno de secretos que eran gritados a tus oídos a medida que se subían las escalas en forma de caracol de una torre que parecía encantada, mágicamente antigua y alta. Sus escalones confundían al cerebro cuando se iba en la mitad. El último abrió la puerta hecha como para otro tipo de humanos con menos de un metro de altura porque nuestras cabezas debían casi tocar las rodillas para lograr entrar y ver un salón encerrado en sí mismo, convertido por la modernidad en un cine.
De esta visita sólo queda una idea que aún me sigue sonando: esta no es la verdadera ciudad, la verdadera está allá afuera con el calor, el hambre y el “mercado agáchese”, “todo a mil”.

En otra ocasión visitamos el Centro de Desarrollo Cultural de Moravia. Un espacio con unas cualidades que ayudan mucho a la comunidad que tiene alrededor, así su director, Carlos Uribe, se dedique a hacer política en las visitas guiadas diciendo que “Sergio Fajardo, se inventó la idea de los Parques Biblioteca”. Que Medellín se haya apropiado de estos parques y este ex alcalde los haya planteado en su plan de gobierno es diferente a que se los haya inventado. Bien lo dice la página web de la Red de Bibliotecas en Medellín www.reddebibliotecas.org.co: “Medellín se apropia de los Parques Biblioteca”.
A pesar de esto, el trabajo que este Centro de Desarrollo Cultural está haciendo en la comunidad es organizado y ya ha producido sus frutos. Miles de habitantes del barrio Moravia, ubicado en la Comuna 4, se inscriben a los talleres y programas dictados gratuitamente en este centro del aprendizaje, ya que uno de sus objetivos es capacitar a las personas en diferentes áreas de la demanda laboral para que tengan más y mejores oportunidades a la hora de entrar en un mercado de mano de obra. Principalmente se ven madres cabeza de familia como público objetivo o target, ya que el abandono de los hogares por parte de los padres es muy común en este entorno.

No obstante, a partir de todo el trabajo que estos líderes hacen en esta comunidad, los problemas no se pueden ocultar ni evitar. Por ejemplo, uno de los más notorios cuando se visita el Centro Cultural de este barrio, es la gran cantidad de niños y jóvenes que están en el centro sin ninguna actividad específica, debido a que ya salieron de los talleres o de las clases y el hogar no es un espacio ni interesante, ni tranquilo para vivir, es más bien una unión de paredes porque un ‘hogar’ va más allá de la infraestructura y se introduce en la educación más mínima: el ejemplo.

Dos horas en cada sitio, dos en el Palacio de la Cultura y dos en el Centro de Desarrollo Cultural de Moravia me presentaron otra realidad, un préstamo de otros ojos para ver qué se siente ‘ensuciarse los zapatos’ y dejarse asfixiar por las carencias de un pueblo que clama, de unas estructuras sociales muy bien formadas y características de nuestra ciudad.

La oportunidad siempre está ahí para usted, para sus hijos, para sus amigos, para todo aquel ciudadano que decida ser honesto consigo mismo y visitar la realidad de su pueblo, de su urbe. La realidad de un mundo tan único y paisa que sólo puede ofrecer un Medellín hecho más que con amor, con sudor, con pujanza, con un toque de fe y confianza.

viernes, 11 de marzo de 2011

Amalia Londoño, un tote apasionado


Esta es una historia
de cómo la pasión
se come al mundo.

Un espectro traducido en una dulce y joven voz proveniente de Medellín, Laureles es sólo una de las herramientas que hacen de Amalia Londoño Duque un personaje especial e interesante.

Ella es colombiana, es paisa, es hija, es comunicadora, una amante de la vida. Una inspiración de novatos estudiantes de primer semestre, eafitenses, a los que les dicta clase, que apenas leen el ADN con sus caricaturas y creen estar lo suficientemente sabios sobre la actualidad y las políticas del país.

Un día en los que comienza un mes, un primero de Marzo, en su segundo hogar café, típico de una cabina radial, comienza su rutina periodística en las oficinas de Caracol Radio Medellín, específicamente en la W Radio.

Su llegada al trabajo fue toda una odisea, la venta de su vehículo le hizo tomar un bus y con él todas las inclemencias del servicio público en Medellín. Malos olores invaden su olfato, se da cuenta que fue un error haber elegido los tacones en la mañana y aún le falta devolverse.

Un poco de trote en las madrugadas no cae mal para la salud cuando su cuerpo logra despertar del corto sueño de cuatro o cinco horas que el insomnio no logra quitarle, aunque después de una hora levantada se le haya olvidado que tiene “el mejor colchón del mundo”.

Dentro del tiempo que tiene para elegir qué vestir, lee un poco, alguno de los tres libros que normalmente mantiene sobre su mesa de noche. Lee uno en la mañana y casi siempre, en la noche lo está odiando, así que toma el otro. Además la televisión es un adorno más de su habitación porque cuando duerme escucha todas las cuñas de la emisora en su cabeza y sería “patético” añadirle comerciales de televisión, así que ni lo prende…

Son las dos de la tarde y nuestra protagonista ya se encuentra sentada en la silla de computador, un poco retráctil, donde comienza a jugar con las puntas de sus tacones amarillos ocre que combinan casi perfecto con su bolso, ambos de Bon-bonite.

Su cabellera carece de negro, se dilata entre un color café y un amarillo ocre artificial que se logra con estar dos horas en la peluquería. Los rasgos de su cara son tan finos como firmes, tienen un toque de nobleza, un toque de perfección, un toque de cuestionamiento. Su figura es delgada y cuidada, sus uñas, aunque cortas, se encuentran invadidas por un color poco convencional al rosado natural, el verde plano, fuerte, tal vez es uno de los pocos puntos de color que se encuentran en la cabina.

Sus ojos color miel agobian la pantalla de dos computadores, un máster gris, un micrófono, un televisor, un Smartphone y unos cuantos crucigramas. Eso sin contar los tres canales que marcan los ‘jingles’ y los tiempos de entrada al aire con Bogotá, además, de la cantidad de ventanas de Internet Explorer que se encuentran abiertas en el segundo computador con diferentes medios digitales, noticias, redes sociales como Facebook y Twitter en las que gasta el doble de tiempo de lo que ha vivido en años. Una vida digital que la agobia, la enamora, la libera, la asfixia y la enoja.
Extensiones del cuerpo tan adictivas como necesarias para su profesión periodística. Medios mediante los cuales expresa sus días sin importar la polémica que cree, aunque eso en el fondo le encante y le dé sazón a lo que escribe en su Twitter. Sazón de no tragar entero, de opinión, de criterio resumido en 140 caracteres que dicen más de ella misma de lo que quisiera, más de lo que en una exclusiva podría contarnos.

Ni hablar de su blog en El Espectador en el que la presentación, escrita por Héctor Rincón describe que: “Un tote es un juego de pirotecnia que chispea sin tregua. Amalia Londoño Duque es un tote que va por la vida mirando y hablando a la vez; mira y habla de lo que mira; lee y habla de lo que lee; habla y habla de lo que habla. Un tote. Ella misma se reconoce intensa y tiene que serlo para hacer todo lo que hace…”.

Amalia es una mujer con mucha energía, con malicia indígena que enamora a muchos hombres aunque no la conozcan ni en fotos. Tiene una voz que encanta serpientes. Con sólo un año en W Radio ya le llegan mensajes de enamorados invisibles, indescifrables y atrevidos, que con esmero le escriben poemas, líricas y otro tipo de cosas que no están dentro de un género determinado, ni mucho menos encajan perfecto dentro de las figuras retóricas pero que son letras inspiradas en ella, en esta ‘su’ musa, en la periodista joven con voz grave y paisa que cada día se escucha en Medellín en los 90.9 FM.

La bandeja de entrada de su correo electrónico Gmail está agobiada inclementemente aunque la hubiese revisado la noche anterior, la mañana que le sigue a esa noche y en otras dos o tres ocasiones después. Mensajes de todo tipo son clasificados en sus carpetas o en el peor de los casos en la papelera de reciclaje, donde normalmente terminan el 50% de ellos por ser cadenas, 'spam', o campañas descabelladas. La apertura reciente del correo electrónico de su madre rebosa los primeros mensajes y ocultan los importantes (de trabajo), así que esto le molesta y la enferma, tener que eliminar cuanto ‘correo basura y cadena estúpida’ haya.
La cantidad de ‘clics’ que suenan por segundo superarían cualquier record mundial, pues en radio el tiempo es corto y para Amalia es oro.

La canción que caracteriza al programa, ‘La Hora del Regreso’, se deja rodar y Amalia comienza a organizar las noticias que dirá al aire. Además de su inmenso conocimiento sobre actualidad, literatura y cine, su personalidad arrolla el micrófono, así cuando menos se piensa está en plena conversación al aire con millones de colombianos, su mesa de trabajo, la mesa de trabajo de Bogotá y ella misma.

La apasionada “Amalú”, como le dicen sus amigos más cercanos, interviene en las conversaciones que vienen en unas ondas de la capital colombiana hasta la capital antioqueña y viceversa.
La voz de un amigable señor invisible la saluda por un canal interno que no disimula el acento ‘rolo’.

Una manera especial y sensata de tomarse la palabra o en otros casos de responder a la típica frase: “Amalia en Medellín…” en la que su compañero en Bogotá espera ella haga una entrada perfecta, normalmente supera las expectativas de la información requerida. Una mezcla de fonemas, vocalización, rapidez mental, tiempos precisos, entonaciones perfectas y una que otra risa se convierten en las intervenciones de Amalia en un brillo con luz propia.

De lunes a viernes, esta periodista pasa alrededor de siete horas en una cabina radial que no tiene ventanas. Sin embargo, Amalia Londoño logra pintarla de colores y ponerle unos ventanales gigantes que tienen una vista única y personal, pero este ejercicio solicita el doble de energía e imaginación que normalmente no tiene por las pocas horas de sueño que tuvo la noche anterior gracias a la cantidad de información que agobia su cabeza cuando el día llega a su conticinio.

Son las cinco de la tarde y la publicidad con imán de los domicilios hacen brillar sus ojos. Una decisión difícil entre salpicón, pastel, sándwich, derretido… que intensifica su creatividad cuando logra salir de la cabina café y la convierte en un paisaje hermoso y fresco con olor a pino.

Poco a poco Amalia, se come el mundo a mordiscos con dos tasas de sonrisas, tres de conocimientos y un balde pasión. Para aquel que no sepa que es la pasión, que nunca la haya sentido (aunque debe estar muerto en vida) o que simplemente la relaciona con algo sexual, la pasión es el sabor de la vida, es lo que hace a esta mujer levantarse a trotar, leer, escribir, dictar clase y aún así conversar con el país sobre lo que está viviendo con una sonrisa encima.

La apasionada “Amalú”, un necesario pero escaso personaje.